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Identidad y políticas identitarias (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4

Podría decirse, entonces, que ciertas palabras
bajo ciertas condiciones tienen fecha de vencimiento. Eso es lo
que está sucediendo actualmente con la
rentrée de ciertos términos a los que se
intenta resucitar a golpe de decretos y de reanimación
artificial con electroshocks mediáticos. El resultado es
lamentable y confirma aquello que Marx señala al inicio de
El 18 brumario de Luis Bonaparte:

"Hegel dice en alguna parte que todos los grandes
hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si
dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar:
una vez como tragedia y la otra como farsa".

Y como hablar de lo social no es sólo un hecho
lingüístico, político o ideológico sino
también moral, no concibo otra manera de encarar la
reflexión que aquí presento que en orden a valores
colectivos que engrandecen a la humanidad.

Por eso no han de hallarse aquí manierismos a la
moda, ni culteranismos seudo académicos, así como
tampoco compromisos con ideas al margen de mis convicciones, ni
servidumbres ni mandatos de ningún tipo, ni tijera y
engrudo de ideas y opiniones de terceros para valerme de ellas
como bastones o como paraguas de ninguna clase y menos aún
como talismanes.

Sobre todo, no se hallarán acá "vanidades"
metodológicas como aquellas a las que brillantemente
sepulta la siguiente cita de Internet:

"Darcy Ribeiro, desconfiado hombre de ciencia,
rezongaba contra las pasiones por el método –"todo
lo que se produjo con extremado rigor metódico, haciendo
corresponder cada afirmación con la base empírica
en la cual se asienta, y calculando y comprobando
estadísticamente todo, resulta mediocre y de breve
duración"– y denunciaba la inocuidad de "quienes
hicieron de su vida intelectual un ejercicio de
ilustración de tesis ajenas".

Por lo tanto, permítaseme el presente intento de
revisar críticamente, a la luz de mis propios designios,
algunas representaciones sociales actuales referidas centralmente
a la cuestión de las identidades individuales y colectivas
sin que por ello tenga que rendir tributo a la
originalidad
, el karma de tanto intelectual
adocenado.

CAPÍTULO I

La
identidad

Identidad es aquel relato que aparece cuando se responde
a las preguntas ¿qué soy?, ¿cómo
soy?, ¿cómo es?, ¿cómo son? -y otras
afines a ellas- referidas a uno y a los demás.

También es el resultado de la experiencia social
de identificar y ser identificado. En ambos casos se trata del
proceso de producción de ese complejo llamado
identidad.

Corrientemente se entiende por tal al conjunto de rasgos
evidentes, destacados, sobresalientes, emblemáticos o
simplemente característicos de un individuo o de un grupo
social y seleccionados mediante la percepción y el
conocimiento propio y de los demás, y asumidos y
atribuidos a uno y a los otros por uno mismo y por los
demás.

Cuando esos rasgos son de tipo físico, gestual o
conductual; cuando se refieren a las maneras en que las
diferentes personas caminan, gesticulan, hablan y se visten; o si
son corteses o descorteses, agradables o desagradables,
solidarios o egoístas; etc, etc (con una variada gama de
posibilidades intermedias entre los extremos), es fácil
entender la identidad como una especie de imagen,
fotografía o registro visual del exterior de la persona,
en la cual quedan impresas ciertas notas que se presentan e
imponen a nuestros sentidos, y que en consecuencia poseen cierto
grado de permanencia o regularidad que las hará
fácilmente reconocibles con posterioridad por un mismo
sujeto o por otros.

La mente conserva los rasgos notorios y evidentes de
personas concretas al punto de que la mención posterior de
sus nombres, o la evocación de una imagen de ellas, o de
una palabra o una frase a ellas vinculada puede traerlos a la
conciencia para instalar más referencias de imagen,
nombre, condiciones sustantivas y formas de ser y
estar.

Ya sea que uno conozca a una persona -o que conozca
sólo su nombre u otras referencias- lo cierto es que la
mente configura, diseña y construye cuadros de
identidad
mediante la selección o extracción
de ciertos rasgos particulares que permiten tipificarla. Al
hacerlo, el sujeto que identifica a otro construye su
subjetividad, se singulariza él mismo en un proceso de
reconocimiento de diferencias y semejanzas entre él y
otros -reales e imaginarios-.

La
"fotografía" sola no alcanza

Sin embargo, lo dicho hasta aquí no constituye la
identidad en la amplitud del concepto, sino tan sólo una
parte del mismo.

La identificación que un sujeto configura acerca
de los otros reales y su consiguiente posicionamiento y
vinculación respecto de ellos no se agota en la
apropiación de sus imágenes, ni en un registro
visual de su exterior, pues su identidad también
será fruto de la experiencia sostenida directa e
indirectamente con ellos, en la cual operan y gravitan sistemas
de valores de todo tipo además de los condicionamientos de
la información y otros insumos tales como expectativas,
miedos, prejuicios, estereotipos, etc, respecto de cuya
intervención en el proceso de identificación no
suele ser plenamente conciente.

Del mismo modo, la construcción de la
autoidentidad no es un proceso totalmente conciente del sujeto,
como parecería ir asociado a la idea de
construcción con la que corrientemente se la
vincula.

Señalar, referenciar, distinguir, identificar al
otro a partir de un rasgo identitario particular, o de una
representación particular o incluso emblemática, no
hace desaparecer otros rasgos que lo constituyen y que
eventualmente pueden ser reconocidos por ciertos observadores y
por otros no. Por lo tanto, toda identificación constituye
una simplificación de su objeto, pese a que a su
base puedan hallarse con frecuencia expectativas sólidas y
amplias de conocimiento del mismo.

Las personas interactúan poniendo en juego
numerosos rasgos identitarios, portados simultánea y
sucesivamente, y no uno solo y excluyente por más que
éste pueda destacarse sobre otros rasgos. Así,
simultáneamente un ser humano es compatriota, vecino,
compañero de trabajo, miembro de una clase social,
deportista, creyente o ateo, etc, y en cada caso cada uno se
muestra, se expresa y se comporta de formas disímiles, y
de formas diferentes también es percibido por otros
sujetos.

La identificación del otro a partir de un rasgo
destacado o principal, entresacado de un conjunto de rasgos, es
siempre un procedimiento equívoco cuando no cargado de
incompletud y hasta de injusticia, y por lo tanto potencialmente
peligroso, como hacía aquella profesora de secundaria que
llamaba a ciertos alumnos de ascendencia indígena
pronunciando detenidamente sus apellidos mientras ponía
cara de curiosidad al preguntar "¿de qué origen
es
?", sabiendo que existía en el colegio -y en toda
la sociedad– una tremenda desvalorización de todo lo
relacionado con la cultura indígena al punto de que los
muchachos y muchachas de dicho origen ocultaban o desviaban la
atención del tema cuando se intentaba vincularlos con
él. Es que, además de ser efectivamente
discriminados se sentían como tales,
diferenciados del grueso de los demás, contrastados,
comparados, por aquella profesora.

Un caso de discriminación similar es el de aquel
profesor que preguntaba con cara de inocente a cierto alumno lo
siguiente: "…Fulano de Tal… mmm…
¿usted es hijo de Fulano de Tal "el
peronista
"…?"…, en tiempos en que ser tenido
por peronista era un baldón, además de poco
recomendable para la integridad física.

En ambos ejemplos, más allá de las
intenciones aviesas -que he conocido- de esos profesores, existe
otro resultado negativo por la injusticia que entraña: es
la conversión arbitraria de una persona en una
pequeña parte de ella, pues la totalidad desaparece tras
esa parte identificada. Pero cuando una identidad -estereotipada
en un único rasgo identitario- es vivida con
vergüenza o con dolor por alguien que no sólo la
porta sino que también la soporta, entonces ese
supuesto juego de la verdad no es
inocente.[1]

La acción de identificar tampoco se agota en un
pasaje mecánico o pasivo de rasgos o
características visibles de otros, desde afuera hacia
adentro del observador, desde lo externo a su conciencia, previo
paso por sus sentidos.

Tampoco se agota en un reflejo automático y
unidireccional de imágenes puesto que toda relación
intersubjetiva implica la intervención de múltiples
ángulos, enfoques, intereses, expectativas y
protagonistas. Por tanto, sólo aparentemente se compadece
con la idea de fotografía mencionada más
arriba.

Todo acto del sujeto conecta su yo con el mundo, por lo
tanto con otros, y con lo otro. Con lo que el mundo
es y cómo es. Y lo conecta
activamente; es decir, a la vez que lo conecta
directamente con determinado casillero o parte del mundo lo hace
también con la totalidad, ensamblando lo viejo conocido
con lo nuevo por conocer, estructurando y reestructurando
constantemente la experiencia.

Eso que llamamos lo conocido previamente no
tiene una función pasiva en el conocimiento o en la
identificación, sino una decididamente activa que parte
como una flecha hacia su objetivo.

Así mismo, el objeto de identificación
podrá ser conocido o desconocido en mayor o menor medida
por el sujeto identificador, pero su apropiación no
dependerá únicamente de condiciones o requisitos
previos a poseer por el sujeto, puesto que las modalidades de
presentación y las circunstancias del elemento a
identificar también influyen sobre él y sobre el
sujeto observador.

Toda identificación, en consecuencia, es un acto
particular con intervención de la subjetividad del sujeto
identificador, imprescindiblemente, pero también con la de
los otros sujetos y con las condiciones y circunstancias
concretas de todos ellos y de las cosas implicadas.

No obstante, así como un acto de
identificación es un acto particular y singular fruto de
las subjetividades concretas intervinientes, así
también existen identificaciones que se vuelven
clichés o lugares comunes que pueden ser
más o menos compartidos por muchos; algo así como
una suerte de identificaciones "promedio" o standard que
circulan entre los individuos y los grupos, que se cargan de
nuevos matices, que van, que vienen, que son apropiadas y
rechazadas y que generan consensos y convenios tácitos de
significación y sentido que nuevamente son devueltos hacia
los demás o reflejados por ellos hasta llegar a producir
identidades estereotipadas, genéricas, nuevamente
aceptables o rechazables, incluyendo aquí a título
de ejemplo los pensamientos llamados "políticamente
correctos", y también las reputaciones o juicios
colectivos, con frecuencia incorrectos e injustos.

Una identidad así construida, con signos y
significados reconocidos y confirmados por el sujeto
identificador, se convierte en los hechos en una suerte de
representación cuyas líneas de apariencia pueden
presentarse o serle atribuidas con mayor o menor correspondencia
o representatividad a muchos ejemplares de las mismas cosas o
clases de personas identificadas, cual si se tratara de una
imagen sintetizadora. De esta manera el sujeto y los sujetos
construyen las semejanzas y diferencias acerca de las cosas, y
los grados de cercanía y lejanía entre
ellas.

Dicha síntesis, más o menos incompleta e
imperfecta, acompañará como un sello al objeto de
identificación original en el contexto de los sujetos
identificadores, próximos o mediatos en el tiempo y el
espacio, a tenor del grado de conocimiento social que de aquel
exista, el cual puede provenir de interacciones directas o
indirectas a través de diversos mediadores: personas,
escritos, imágenes, sonidos, etc.

Concretamente se observa lo anterior respecto a las
palabras que se utilizan para designar ya sea a uno mismo o a los
otros, por parte de uno mismo o de los otros. Una palabra puede
ser una síntesis identitaria descomunal, una imagen que
puede representar todas las cosas buenas o todas las cosas malas,
todo el orden del universo, sea lo explicito como lo
implícito, lo justo y lo injusto de dicho
orden.

Una palabra puede hacer reír o llorar, hacer
sentir feliz a alguien o hacerlo sufrir. Pero no se olvide, una
palabra es una lengua, cada lengua es un contexto y un contexto
es una manera diferente de mirar, en suma, una forma diversa de
ser humano.

El cambio
constante

Constantemente cambian los hombres y cambia lo
humano
, es decir, aquello sobre lo que hay mayor consenso en
considerar como propio de la humanidad.

Dichos cambios no son siempre detectados a tiempo, no
siempre los hombres son concientes de ellos mientras están
sucediendo. Cambia nuestro cuerpo, nuestra mentalidad, nuestra
espiritualidad, nuestro bagaje cultural, nuestras emociones, etc,
etc., sin que sea necesario probarlo cada vez pues la experiencia
lo demuestra. Y tal vez por eso, porque tanto cambio constante
forma parte del ambiente, es por lo que resulta difícil
percibirlo simultáneamente.

En cambio, sí es más fácil detectar
el cambio en la perspectiva histórica, enfocando aquellas
transformaciones que en la mediana y la larga duración
revelan la evolución humana y su fruto, eso que designamos
con el término cultura.

Actualmente los cambios tecnológicos y la
conciencia de los mismos disparan el proceso global de
transformaciones a velocidades impensables hasta poco tiempo
atrás. A lo cual se añade que las innumerables
modalidades particulares de emergencia, visualización y
registro de la diversidad del cambio en general acaban por
constituir matrices culturales que, a modo de espejos,
facilitan la socialización de las nuevas generaciones cada
vez más mediante la asunción conciente de la
cultura del cambio, esa marca de nuestro
tiempo.

Generalmente interpretamos el cambio a partir de las
novedades
que se presentan a nuestros ojos y nuestra
conciencia y que nos muestran sus partes, aquellas que pueden
mostrar.

Tomemos como ejemplo nuevas costumbres o modas, nuevas
palabras, etc. El sujeto que las reconoce lo hace generalmente en
situaciones concretas, es decir, mediante elementos conexos que
le permitirán comprender sus funciones y sus
propósitos.

Dicho de otro modo, lo nuevo viene enmarcado en un
conjunto de circunstancias que se imbrican con el elemento
principal, es decir, aquello que constituye la novedad, y es en
el contexto de esas circunstancias típicas como se puede
descubrir su significado y sentido, de tal modo que fuera de
ellas lo nuevo no tendría mayor importancia.

Las novedades provocan variada clase de
reacciones entre los observadores, siempre con
particulares características a proporción de las
particulares condiciones y propensiones de cada uno y de su
medio.

Así, por ejemplo, lo distinto, lo nuevo, puede
producir en los observadores asombro, curiosidad, sorpresa; todo
ello en grados diversos, es decir, como algo que pudiera
representarse con un modesto y circunspecto ¡oh!
hasta otro acompañado por unos ojos desaforadamente
abiertos y cargados de incredulidad; o bien puede provocar un
estremecimiento súbito del cuerpo acompañado de un
frío glacial en la médula, o un shock equivalente a
un cross a la mandíbula.

Y eso no es todo, seguidamente puede uno vincularse a lo
que apareció mediante actitudes y sentimientos
que van desde el rechazo, el asco, el miedo, la
desaprobación, la condena, la aversión, el odio,
etc; o, por lo contrario, con emociones y sentimientos de
adhesión y aprobación: Y como quien da lo
más
(es decir, los extremos) da lo menos,
también con actitudes y sentimientos a media distancia
entre los primeros y los últimos, es decir, con
indiferencia y desinterés variado.

De todos modos no siempre se es conciente de qué
es lo nuevo y qué no lo es. O qué es otro
en cada momento para uno. Casi siempre, puestos en condiciones de
percibir, dialogar y actuar, de ver, de informarnos, de
enterarnos de algo, a este algo de proporciones potencialmente
infinitas (en si mismo o en el conjunto de todos los
algos que aparecerán ante un yo) no suele
vérselo como nuevo o distinto; antes bien, suele
dárselo por conocido cual si se tratara de un ser
próximo y querido con quien se hubiera estado departiendo
una hora antes.

En principio parece natural que al referirse a
uno y otro, el sujeto identificador se halla
necesariamente escindido del otro identificado como un yo frente
a otro yo, o sea un otro para el primero, o un yo frente a una
externalidad. Sin embargo, debemos entender que lo otro, lo
externo, lo novedoso, incluso lo conocido, nunca está
totalmente fuera de uno ya que esa inicial externalidad es
sólo aparente, es decir, engañosa: lo otro
es otro por diferenciarse de uno, por lo menos en una
inicial mirada de exploración, pero no existe una barrera
entre ambos pues el mundo es uno solo, eso que aquí
llamamos la realidad, por más engañosa que
ésta pueda ser.

Entonces uno está en el mundo y el
mundo está en uno
. Aquél que dijo "nada de lo
humano me es ajeno" tenía toda la razón, pero no
porque él particularmente poseyera un
conocimiento total de lo humano, sino porque, simplemente,
él era humano.

Dicho de otro modo, uno es todos y todo, y
todo y todos son uno. Y para completarla, todos
somos todos.
Lo cual equivale a admitir que en uno y en
los otros coexisten la unidad
y la diversidad, que
somos semejantes a la vez que distintos.

Por lo tanto, si todo cambia y cambia siempre, si cambia
uno y cambian los demás y "lo demás", entonces nada
es igual a si mismo. Mi amigo Freddy Quezada, de Nicaragua, me
avisa en el Uliteo[2]que Heidegger en "Ser y
Tiempo"
dice que cada uno es el otro y nadie si mismo; que
Lévinas, en Totalidad e Infinito, nos recuerda
que uno siempre es el otro; y que Lao Tsé, en el Tao
Te King
afirma que uno nunca es uno. Y yo que soy renuente a
las citas lo transcribo tan sólo porque lo dice
él.

Ser con los
otros, en los otros, mediante los otros

¿Qué efectos tiene la cambiante realidad
sobre los individuos y los grupos humanos de todas las
escalas?

Nos reconocemos frente a los otros y en los otros. De
ahí que conocer es conocernos: conocer lo de
más allá de uno, lo otro de uno, lo que está
fuera de uno, todo ello también implica conocernos a
nosotros mismos.

Conocer es reconocer, distinguir, señalar,
denominar; con todas esas acciones identificamos y develamos
identidades, (en parte, en alguna medida). Al reconocer
a otros se los identifica y por contraste se reconoce e
identifica uno como sujeto distinto de los otros y lo
otro.

Así se vinculan las personas, con sus
imágenes y sus ideas, con su yo y con los otros yoes, y al
hacerlo cada uno es y se realiza como sujeto. Este proceso ocurre
en nuestra exterioridad e interioridad, en nuestro yo-mundo, es
decir, en el mundo.

Reconocer el mundo y todo lo que real, potencial e
imaginariamente pudiera caber en él es dar cuenta de
nosotros mismos en nuestra respectiva individualidad. Somos sin
separación de todo lo que es, y también somos lo
que conocemos según sea la forma en que
conozcamos.

Somos desde antes de nacer, pero más aún
cuando nuestras mentes dejan de ser vírgenes para
convertirse en la tierra fértil del entendimiento, aquella
que ha de albergar la semilla de la idea siempre y cuando
esté disponible para ello.

Por cierto, la cultura precede a cada uno, pero
sólo hasta la hominización de cada primer hombre,
millones de años atrás. Más atrás no.
¿En ese momento qué habrá sido primero, la
semilla… o la "tierra fértil"? Nunca lo
sabremos… por las dudas diré probablemente
nunca lo sabremos…

El hombre, los hombres, humanizaron el mundo mediante la
creación cultural: el mundo pasó a ser el reflejo
del hombre. Y lo creado por los hombres, lo social, lo material,
la historia, reprodujo en éstos ese imponderable que es
el espíritu, eso que todos tenemos y que nos
singulariza aun más que las afinidades y las diferencias
culturales.

Lo otro, lo externo, lo distinto, la vida social en
suma, eso que parece externo y que en realidad llevamos
incorporado en nosotros es lo que nos hace vivir y
desarrollarnos; es decir, lo que nos hace vivir y desarrollarnos
de determinadas maneras, en ciertas condiciones, con
ciertos resultados. En suma, nos constituye como yoes de
materia, pensamiento y espíritu.

En consecuencia, uno es simultáneamente con otros
a quienes les sucede lo mismo respecto de uno. Y esto es
así con prescindencia de la aceptación o el rechazo
de esta explicación, por lo que hasta el más
recalcitrante de los misántropos no escapa a lo
antedicho.

Reconociendo a lo otro y a los otros (a lo que inicial y
habitualmente consideramos diferente a uno, o sea diferente al yo
de cada uno) nos reconocemos a nosotros mismos aunque no lo
comprendamos. Un ejemplo muy claro es comprender que si
existió un Hitler pueden existir otros más -si
acaso no han existido ya antes o después del que damos por
primero y no nos hemos enterado-; incluso, lo más
horroroso es que cualquiera podría serlo puesto que era
nada más y nada menos que un ser humano.

Más aún: uno es todos los hombres reales y
todos los hombres posibles. No obstante, por lo general uno
prefiere parecerse a Gandhi o a la Madre Teresa y no a Hitler.
¿Por qué? Pues por el valor convencional -no por el
en si– de ciertos comportamientos humanos devenidos como
arquetípicos, moralmente elevados y deseables en
determinados contextos situados. Valores, ciertamente, que pueden
ser diferentes con sujeción a la modificación de
las variables culturales en el espacio y el tiempo.

Vale decir que nos reconocemos -por concordancia o
discordancia- al conocer las costumbres, los comportamientos, las
ideas, los principios, las ideologías y los valores
implícitos y explícitos que anidan y se expresan en
todas las formas y formatos que viabilizan contenidos de
significación y sentido en los ámbitos en que nos
desenvolvemos.

También, además de conocer y conocernos
-lo cual hacemos básicamente actuando, pensando y
sintiendo- inventariamos la composición del mundo, la
clasificamos, la designamos, y tejemos una trama infinita de
imágenes, significantes y significados, tanto actuales
como pasados, presentes y ausentes, reales e
imaginarios.

Subjetividad y
diversidad

El mundo se particulariza en innumerables mundos
subjetivos, a la medida de cada uno, es decir, en
proporción a las circunstancias, experiencias y deseos de
cada uno y de los demás tal como se llevan en uno y con
uno. Dicho de otro modo, se concretiza en relación al
contexto personal constituido por lo experimentado, lo imaginado
y lo deseado por uno, y también en relación con
nuestras particulares capacidades de interpelar el mundo, tanto
en la parte como en el todo.

El bagaje intelectual de cada uno influye de muchas
maneras e intensidades en la percepción de la realidad; no
en forma mecánica o rígida, sino flexible y
cambiante a lo largo del tiempo de vida de cada uno. Pero
también influye en la percepción que los otros
humanos tendrán de uno.

Ciertas palabras, signos y significados se vuelven
familiares en el tiempo personal de cada uno. Entonces uno y los
otros cercanos, a menudo afines a uno, actuamos como espejos de
uno y de los otros simultáneamente. Nos reconocemos en la
vestimenta, el lenguaje, los gestos, los movimientos corporales,
los hábitos, las idiosincrasias, etc, y también en
las expresiones de los rostros, las inflexiones de las voces, el
brillo o la opacidad de los ojos y las miradas, etc.

Además de reconocer formas y soportes reconocemos
una variedad de roles, de comportamientos genéricos
atribuibles a determinados sujetos en determinadas condiciones y
situaciones, los prevemos y los actuamos.

Por lo tanto, la diversidad de lo humano y su
sustantividad se presenta bajo una variedad de formas y
continentes, sean materiales o inmateriales como una palabra o
una imagen, es decir, como una determinada combinación
sonora o visual portadora de un significado para quien conozca el
código en que es posible leerla.

Nuestras relaciones sociales consisten en establecer
contactos cuya fase inicial pasa principalmente por identificar
al destinatario de cada relación, sea ésta directa
o mediatizada. No obstante, y como ya lo hemos dicho, en toda
relación social, aunque no seamos concientes de ello, se
imbrica siempre la totalidad de cada una de las partes
implicadas, o sea de ambas, y hasta más allá de
ellas incluso, es decir, hasta la totalidad.

Pero ninguna identificación, como ningún
acto de cognición, da cuenta de la totalidad del otro o de
lo otro, sino de un recorte que se ha vuelto principal
para quien realiza la identificación. Al igual que la
conciencia, en íntima relación con la inconciencia,
y como el recuerdo con el olvido, toda identificación
supone poner en foco, en consideración, algunos
elementos, rasgos o características entresacados de un
elemento u objeto que resultan fácilmente detectables en
tanto se omiten otros.

Por lo tanto, toda identificación es siempre
parcial, limitada, incompleta. En consecuencia, todo error o
limitación del conocimiento producirá, en lo que a
él se atenga, identificaciones erróneas,
imprecisas, parciales o limitadas, según fuere el
caso.

Por otra parte, toda identificación siempre es un
acto subjetivo de un identificador concreto, de modo que
existirán tantas identificaciones como identificadores
intervinientes, por más que puedan tener semejanzas y
diferencias entre si.

Siempre habrá tantas subjetividades en juego como
sujetos intervinientes real o virtualmente, presentes o ausentes,
explícitos e implícitos. Y cada
identificación será siempre una fórmula
irrepetible en sus combinaciones, ya sea en sus componentes como
en las proporciones y magnitudes en que ellas se presenten en
aquellos.

De modo que el mundo se descompone en millones de mundos
reales y virtuales coexistentes y con una variedad inagotable de
componentes, de matices y de intensidades de las que, de hecho,
no se puede dar cuenta por su inmensa magnitud. En eso consiste,
precisamente, la magia del mundo.

La diversidad, pues, es connatural a la humanidad por
ser el hombre creador de cultura y no únicamente un
animal. La diversidad en los hombres implica libertad y azar o
fortuna, componentes que no se compadecen con la necesidad del
mundo natural.

La diversidad es causa y efecto de la
individuación y la construcción de subjetividad, a
la vez que permite apropiarse de la individualidad y la
singularidad ajenas en el camino de la apropiación del
mundo. La individuación, en tanto que estado de conciencia
y actos concientes de un yo, nos constituye como sujetos, tanto
frente a los demás como frente a la nada. La diversidad de
la naturaleza y la de la cultura concurren a facilitar la
autoidentificación del yo y la identificación del
nosotros y los otros.

Por lo tanto, diversidad, diferencias, heterogeneidad y
alteridad, en tanto percepciones concientes, configuran e
integran el mapa de las identidades presentes en la realidad,
así como también el de las identidades pasadas.
Ello no significa que las primeras vivan y las segundas
estén muertas, puesto que entre ambas -pasado y presente-
existe un vínculo constante en el cual ambos se miran
mutuamente de frente: el pasado siempre es presente ya sea como
conciencia, como tradición presente, como prótesis
o como decorado, y el presente mira constantemente, conciente e
inconcientemente hacia el pasado, atrayéndose mutuamente
ambos mediante el recuerdo, la memoria y la historia.

Vale decir que podemos entender por identidad elementos
que se hacen concientes para un yo bajo determinadas condiciones,
y también como elementos que se reciben como herencia,
como carga o como mensajes ambiguos e imprecisos que nos
envía el pasado, o que nosotros le pedimos.

Autoidentidad y
alteridad

La identidad de uno, es decir, la propia identidad de
uno según uno, es una identidad particular en
tanto se hace conciente para uno y/o para otros. La autoidentidad
es complementada por la percepción de los otros, por la
mirada ajena que es tenida en cuenta por uno.

Es un lugar común decir que las miradas del otro
y de los otros nos completan y al completarnos nos constituyen.
Por lo tanto, existe identidad individual en tanto existe
identidad de los otros, tanto particular como colectivamente
consideradas.

Ambas identidades, la que nos forjamos individualmente y
la que los otros tienen de uno -fruto de múltiples formas
de interrelación- integran nuestra personalidad. Como
hemos dicho, uno está en todo y todo está en
uno.

Ahora bien, puestos en el camino de indagar vale
preguntar:

  • ¿Existe afinidad y coincidencias entre
    nuestra propia mirada y las miradas de los otros sobre
    uno?

  • ¿En qué grado?

  • ¿La propia mirada sobre uno mismo es
    constante o variable, completa o parcial?

  • ¿Depende nuestra identidad individual de
    nuestras propias convicciones al respecto?

  • ¿O hay que darle por anticipado mayor
    crédito al peso que las miradas ajenas ejercen sobre
    uno?

  • ¿Será la autoidentidad algo así
    como la media de todas las miradas propias y ajenas sobre uno
    mismo?

  • ¿O esto último es una ficción
    que elabora el yo?

Otra serie de preguntas más complejas es la
siguiente:

  • ¿Cuánto de propio y de ajeno tiene la
    identidad de cada uno?

  • ¿Cómo juega en nuestra conciencia
    nuestra particular percepción de las miradas
    ajenas?

  • ¿Es la autoidentidad como la cáscara
    externa de una cebolla, es decir, su parte exterior y
    visible?

  • ¿O es como el conjunto de capas de que nacen
    desde su centro, es decir, desde la parte más
    íntima de la persona, aquella que sostiene la que
    está del lado de afuera?

Una pregunta más:

¿Cuál es el límite entre la
autoidentidad y la percepción identitaria ajena sobre uno
mismo?

Respondo ésta última: pues, si uno es
todo, si todo es uno, si nada de lo ajeno me es extraño ni
ajeno, esa cuota del todo que cada uno lleva en si no siempre es
reconocible por uno.

Hacerse universal es precisamente reconocer el todo en
uno mismo, antes que pretender revisarse o reflejarse uno en el
todo.

No obstante, y sin necesidad de contar con un tratado
sobre la mirada, no cabe duda que uno nunca conoce la verdad
verdadera acerca del significado de las miradas externas sobre
uno. A lo sumo supone, cree, presume, especula, intuye,
interpreta. Del mismo modo, cuando uno mira y busca conocer a
otros explora y pone de si no cualquier cosa, sino aquello que
prefiere, que le interesa o le resulta afín, y si cree
hallarlo lo destaca. En este sentido, más que de la mirada
se trataría de explorar los "espejos" y sus
reflejos
.

Esa mirada y esa lectura pueden tener varios canales
pues simultánea o diferidamente percibimos con
la vista y demás sentidos, con el corazón y la
mente
. Pero los sentidos, el sentimiento y el pensamiento no
traducen nunca de la misma manera ni totalmente lo que se busca
conocer.

Suele decirse que todos y cada uno tenemos tres
identidades coexistiendo simultáneamente: lo que
aparentamos ser, lo que queremos ser, y lo que somos
realmente.

Lo que aparentamos es lo que podemos reflejar en los
espejos y en las miradas ajenas, pero no siempre uno es conciente
de que simultáneamente con la perspectiva de uno opera la
perspectiva de los otros, y no siempre uno sabe manejar esa
dualidad, pero que funciona, que actúa sobre uno y nos
condiciona, ¡por cierto que lo hace! Así es la
realidad, multifacética, controversial, abordable desde la
multiperspectividad.

Más allá está el deseo: lo que
queremos ser, el mundo infinito que se extiende en la
relación deseo-represión y sus desvíos y
fantasmas compensatorios. El riesgo es el de confundir la
realidad con el deseo. Las consecuencias siempre son peligrosas,
a la larga o a la corta, tanto para el individuo como para los
colectivos sociales.

Respecto de si la autoidentidad es permanente o variable
es evidente que en la medida que ella se relaciona con el
autoconocimiento toda autoidentificación se
modificará, puesto que transcurre en el tiempo, y todo lo
que insume tiempo se modifica. Es decir, se es
siendo
.

De modo que la autoidentidad será diversa a lo
largo del tiempo, o sea no uniforme, tanto en la conciencia del
sujeto como en los reflejos que de si crea ver en su
entorno.

Recordando que no tiene vida autónoma -es decir,
independiente de los sujetos- la identidad de uno y de los otros
fluye y circula en interioridad y exterioridad, y sin territorios
acotados, sobre todo en el actual mundo globalizado, puesto que
su nota más destacada es el dinamismo. Por eso es objeto y
es sujeto, es fanal y reflejo.

De allí a que cada uno sea conciente de esto que
acabamos de decir (no quiero decir que lo conozcamos
teóricamente, sino que podamos autopercibirnos en
perspectiva como cambiantes o cambiando) es otro asunto. El
riesgo de confusión de la realidad con el deseo, antes
mencionado, lleva implícito un problema de conocimiento;
por ende, mal conocer y mal conocerse.

Así, puede que al mirarnos en los demás,
al vernos reflejados en sus miradas, creamos que hemos cambiado
en relación a un antes más o menos preciso o
indefinido, pero puede que ello no sea verdad sino meramente
apariencia; o bien que creamos que lo demás cambia porque
somos concientes de nuestros particulares cambios de ánimo
o actitudes ante la vida, y por ahí puede que nos
equivoquemos.

Otro asunto es si la autoidentidad, individualmente
considerada, es única u original, o si su factura es de
una sola pieza o bien consta de múltiples piezas
ensambladas. Dicho de otro modo, si es única o
diversa.

Las perspectivas externas antes señaladas no
constituyen nuestra identidad por si mismas sino en
combinación con nuestros deseos y nuestra
información al respecto, lo cual reviste una
combinación particular en cada uno. Existe quien vive
pendiente de lo que se dice o se piensa de él, y cuando no
puede precisarlo con exactitud lo intuye o lo imagina en las
miradas y los gestos de otros de su entorno, o bien cree
imaginarlo, y a veces puede que se equivoque; y a la vez existe
quien piensa y actúa como lo expresa aquel refrán:
"ande yo caliente y ríase la gente", para quien los
demás no existen si no los necesita, o existen sólo
en la medida en que los necesita.

Por eso mismo, es en la "encarnación" de los
otros en uno, en acto individual de conciencia, pero no
sólo de conciencia, cuándo y cómo los
colores diversos refractados se vuelven luz
nuevamente.

Cambio real,
aparente y falso

Resumiendo lo anterior, si fallamos al autopercibirnos,
si nos equivocamos al intentar conocernos, ya sea que nos miremos
directamente o miremos los espejos (toda clase de ellos,
quiero significar), puede que creamos que a nuestra identidad le
sucede algo de lo siguiente: que es así (y no de
otra manera), que continúa siendo así, o
que ya no lo es, pero también es posible que todo
ello no sea cierto y que se trate de una
autopercepción errónea.

En tal caso habrá fallado nuestro equipamiento
hermenéutico, ya sea la sensibilidad, la intuición
o la episteme; es decir, los sentidos, el corazón o la
razón, o los tres a la vez, más al no saberlo, al
no ser concientes de que hemos tenido una falla de lectura e
interpretación de determinados signos, confundiremos
nuestra autoimagen con la realidad. En ese caso, no sería
ésa la realidad verdadera, si bien para uno, para el
sujeto implicado, parecería que sí lo
es.

También es posible que los reflejos que emitimos,
o sea aquellos brillos externos en los espejos en los que nos
miramos estén siendo mal emitidos por nosotros y en
consecuencia nos veamos mal reflejados en ellos y por ellos.
¿Se trataría únicamente de problemas de
interpretación de nuestra parte?

No necesariamente. Es posible que los reflejos que
percibimos, las luces que creemos ver, sean intervenciones
deliberadas de terceros para que nos confundamos y creamos lo que
no es. Se trata del engaño y la mentira en toda su
variedad posible. Y lo que vemos o sabemos que es posible en los
demás, en el mundo, es también posible en uno,
aunque generalmente no lo creamos posible en nosotros mismos
particularmente.

De modo que en nuestras interpretaciones de la realidad
intervienen los intereses y también las
intenciones, las convicciones y los afectos,
así como los miedos y los rechazos, lo
cual convierte a la vida en sociedad, a las interacciones
humanas, en un muestrario de relaciones tanto casuales y
espontáneas como causales y
deliberadas.

En nuestras relaciones desplegamos siempre, conciente o
inconcientemente, tácticas y estrategias, no sólo
ni necesariamente ofensivas, pero siempre y como mínimo
defensivas. La defensa forma parte de la lucha y del combate.
Olvidarlo por un instante sería ingenuidad y
torpeza.

No sólo nos confundimos por errores propios o
provocados por los otros, sino que también procuramos
confundir a otros,
no importa cuán variable sea la
magnitud de la confusión que deseemos perpetrar. No
sólo recibimos distorsionadamente ciertos mensajes sino
que también los emitimos así, deliberadamente,
nosotros mismos.

Además, las confusiones y los errores pueden
obedecer a algo más simple que el juego de los intereses y
las intenciones intervinientes. ¿O acaso no existe el
azar en las relaciones humanas?

También existen percepciones que son desviadas,
distorsionadas o confundidas mediante inducciones
massmediáticas
sobre grupos de la más diversa
escala que frecuentemente no son concientes de esas operaciones,
o no lo son plenamente.

Por diferentes motivos, pues, fantasmagorías,
espejismos, fuegos fatuos, cortinas de humo -espectáculos
diversos, en suma- se interponen entre el conocimiento o
reconocimiento de uno, de los demás y de las cosas.
Apariencia y realidad, pues, van siempre juntas, aunque
no lo veamos, no lo creamos o no lo sepamos.

Nuestra autoidentidad se compone no sólo de
nuestros intereses, deseos y creencias, sino
también de nuestras interpretaciones acerca de
los intereses, deseos y creencias de los otros, en especial de
los que los otros tienen concretamente sobre uno, sobre nuestra
individualidad.

A todo esto, me adelanto a decir que la nota más
evidente en todo esto es la tremenda ambigüedad e
imprecisión de la identidad, tanto en la autoidentidad
como en la identidad de los demás.

Tratándose de identificaciones de los
demás respecto de uno, basadas en situaciones o contextos
extraídos o seleccionados desde las circunstancias de los
protagonistas, han de representar necesariamente un recorte de
nuestras vidas; pueden ser recortes temáticos o
relacionados con ciertos roles y sus correspondientes
expectativas. Por lo tanto, toda identificación es siempre
parcial y nunca será posible conocer la totalidad de una
persona.

La
autoimagen

Los sujetos tienden a autopercibirse con una relativa
estabilidad o invariancia de sus rasgos identitarios, antes que
como sujetos en cambio. Así, sus autopercepciones
configuran autoimágenes que también son
relativamente estables para ellos. No obstante, aunque la
autoimagen forma parte de la subjetividad no necesariamente
encaja armónicamente en ella.

Pero ni la percepción en general, ni la
autopercepción son un proceso psicológico "limpio",
es decir, no condicionados, sino al revés, son procesos
condicionados y condicionantes de nuestra conciencia. Como
ejemplo, el modo en que el consumo predominante de
películas estadounidenses en Occidente "educa" la
percepción y comprensión de sus discursos
estéticos y conceptuales, de un modo diferente al que lo
hacen las películas inglesas o las realizadas en Oriente,
etc.

Son factores disciplinadores de la
percepción y la autopercepción los
valores, las costumbres y las
estéticas dominantes de una sociedad, así
como los principios ideológicos, políticos,
filosóficos y religiosos
con gravitación sobre
los sujetos, amén de sus vínculos
afectivos
concretos, por ej., los mantenidos con otros
significativos a lo largo de la vida (padres, hermanos, novios,
esposos, hijos, nietos, etc. Y especialmente las relaciones
reales y virtuales
con la autoridad y con toda
clase de normas, es decir, con los agentes y
símbolos que actúan o expresan alguna
porción de poder. Y muy especialmente la
lengua.

La incardinación subjetiva de dichos factores
condicionantes se halla relacionada con la capacidad de los
sujetos de leer críticamente los signos externos y sus
significados; también con su autoestima y sus deseos, y
con sus miedos y represiones. De modo que la
autopercepción se mueve entre el condicionamiento, la
crítica y la autocrítica, en proporciones relativas
a cada sujeto histórico.

Aquellos factores y estas capacidades se inscriben en un
intercambio continuo entre sujeto y mundo en el cual ambos se
transforman constantemente.

Pero la autopercepción y la consiguiente
autoimagen se expresan siempre en moldes preexistentes
brindados por el conocimiento. Son las formas reales. Lo
nuevo se vierte en los moldes preexistentes. Cuando uno se piensa
o piensa en su identidad busca encajar en categorías ya
conocidas. Así es posible reducir el peso de la
incertidumbre tanto como medir el de las certidumbres
insatisfactorias. Uno siempre se mide, inconcientemente, con
los instrumentos de medida preexistentes y se describe con
términos y cánones preaprobados.

Cuando uno se mide o se describe a si mismo, esos
instrumentos, términos o categorías se hallan
legitimados socialmente y por eso uno se los autoaplica. Uno se
mide en los demás -y en lo demás- porque necesita y
desea verse aprobado desde afuera para sentirse aprobado desde si
mismo.

Ansia de ratificación, necesidad de ser
ratificado como miembro de la tribu. En consecuencia,
aparecer y parecer para ser visualizado por los otros y
verse reflejado en sus reacciones con signos que el sujeto
interpretará como aceptación o rechazo.

No obstante, esa necesidad de pertenecer y
parecerse
de todos y cada uno no invalida la búsqueda
de singularidad o distinción; es decir, la búsqueda
de un perfil "propio", como si se tratara de una competencia por
la posesión de ventajas competitivas. Sucede que lo propio
y valioso de uno, la singularidad, al ser reconocida
ayuda a configurar y ajustar la propia autoimagen generando
ansias de afirmación o bien cambio de la autoidentidad.
Ambas necesidades opuestas -parecerse y distinguirse-
están constantemente presentes en la vida
social.

Lo que llevamos dicho en esta parte equivale a reiterar
la idea de que gran parte de la autoidentidad depende de la
interpretación de los significados y sentidos que
descubramos y atribuyamos a las modalidades de nuestra presencia
en los ojos de los otros, o bien, en las formas y contenidos que
creemos que expresan las miradas y señales de los otros.
Por ejemplo, uno se siente rechazado por los otros cuando sus
gestos, o los tonos e inflexiones de sus voces no nos resultan
satisfactorios, ni suficientemente gratificantes, o no nos
sugieren contención o comprensión.

Otras veces la autoimagen es simplemente el conjunto de
rasgos que uno desea tener y que se imponen por sobre la
conciencia del ser y la lectura empática de la mirada de
los otros sobre uno.

Y otras, ya lo dijimos, lo que equivocadamente
interpretamos de las miradas ajenas.

Incluso, una combinación de todo ello.

En resumen: tales identificaciones son composiciones
complejas
pues a la autoimagen inicial de uno se suma la
imagen que de uno tienen los demás y que bien puede -y a
menudo de hecho es así- no coincidir con la
primera.

Insatisfacción, cambio y
negación de la autoidentidad

La autoidentidad se construye conciente e
inconcientemente, con conocimientos, experiencias,
estímulos, acciones, emociones, recuerdos, deseos,
presiones, represiones y miedos del sujeto y de los otros en las
diversas tramas sociales en las que se halla inserto, con todo lo
cual construye una autoimagen, es decir, una imagen
comprehensiva de si mismo
, percibida aunque no
necesariamente aceptada por él mismo.

La subjetividad comprende los alcances -cualitativa y
cuantitativamente- de la capacidad individual para "leer" o
interpretar los signos propios y ajenos y para acordar sus
significados y sentidos en interacción con el
mundo.

¿Pero qué sucede cuando uno intenta
autopercibirse, autoconocerse, y al mirarse no obtiene una imagen
satisfactoria? Pues de ahí arranca un nuevo apetito de
identidad
, el afán de poseer una identidad, o de
obtener otra distinta.

Para que un sujeto pueda desenvolverse socialmente
necesita contar con una autoidentidad medianamente satisfactoria.
No contar con ella será fuente de problemas que
repercutirán en sus interacciones en diversos contextos
sociales, al punto de poder ser rechazado en vez de incluido, o
marginado en vez de destacado socialmente. Tales problemas
podrán afectarlo en todas las dimensiones humanas: en lo
social, económico, psicológico, afectivo, cultural,
religioso, político, etc.

Frecuentemente la autoimagen identitaria del sujeto le
hace interpretar y sentir desaprobación por parte de los
otros. De ahí nace la búsqueda conciente de una
identidad más completa, o menos conflictiva, más
satisfactoria o menos insatisfactoria, la cual podrá ser
más o menos alcanzada pero también podrá ser
fuente real o potencial de nuevos problemas identitarios,
referidos, en suma, a su inserción y funcionamiento en los
grupos que frecuenta o a los que aspira integrarse.

Hay momentos en la vida en que la necesidad de poseer
una identidad satisfactoria se vuelve más acuciante para
el sujeto, como ocurre en la adolescencia. Es la etapa en que las
personas quieren "ser alguien en la vida"; así, con esa
ambigüedad e imprecisión de los contenidos del
deseo
.

Puestos en ese trámite buscan fuera de si -en la
oferta social- los modelos aparentemente posibles, en
lugar de explorar su interioridad para descubrir quiénes
son y cómo son. De modo que ese pasaje habitual conduce a
parecerse más a algún modelo, antes que a ser
uno mismo.

En los tiempos actuales de la Globalización esa
presión externa por tener una identidad para uno y
para los demás
crece continuamente en forma cada vez
más imperiosa, a la vez que aumenta la variedad y novedad
de los modelos ofrecidos socialmente, en tanto los tradicionales
se hallan en crisis.

No sólo existe una gran diversidad de modelos
atractivos posibles sino que su vigencia es cada vez
más breve. Por eso mismo, la mayoría de las
personas se halla cada vez más en la necesidad de
ajustar su autoidentidad y su personalidad para resolver
los desajustes que la crisis de las identidades plantea
actualmente.

La conciencia de la fugacidad de los modelos y
de su rápido desprestigio tornan cada vez más
angustiante esa situación de indefinitud de las
personas, sobre todo de los adolescentes, a diferencia de lo que
sucedía antes de la Globalización, cuando la vida
social no cambiaba tan rápidamente ni corroía los
modelos tradicionales con la rapidez con que lo hace actualmente.
Fundamentalmente, hoy están en crisis los valores
asociados con los modelos identitarios anteriores.

El riesgo es la caída inminente, con la
consiguiente dificultad para volver a meterse en la carrera por
la supervivencia ante las nuevas condiciones del sistema. No
sólo por las dificultades concretas que ello trae consigo,
sino también por los desajustes psicoemocionales con que
suele acompañarse dicha situación, mucho más
graves que los de épocas pasadas.

Por lo tanto, la autoidentidad y la identidad en
general son frutos de la cambiante dialéctica
individuo-grupo-sociedad-mundo,
en la que intervienen dosis
de libertad, de manipulación, de autoritarismo y
engaño, de voluntad, de deseo y de represión. En
suma, reflexión, criticidad, inducción social,
dominación, subordinación, adaptación,
represión y autorrepresión.

A partir de la Modernidad somos lo que el mundo nos
depara, pues es a partir del mundo desde donde nace la
dirección de los procesos identitarios que llegan al
individuo.

En consecuencia, la adopción de modelos
identitarios conlleva actualmente una creciente
reducción de la autonomía decisional por
parte de las personas, en gran medida inconcientes de
ello.

Los otros, los demás, lo externo, las ideas
dominantes y las creencias explícitas e implícitas,
sin olvidar las instituciones, las normas y especialmente las
leyes, interactúan con los deseos más profundos del
sujeto para condicionar o determinar sus percepciones y
sensaciones.

En un contexto individual de insatisfacción
identitaria
los otros pueden constituir el principal y
más grave problema, pero también pueden ser
ignorados hasta la indiferencia casi total.

Se trata de procesos cuyos efectos o consecuencias
serán diferentes según sean o no más o menos
concientes. Por lo tanto, las decisiones múltiples de los
sujetos serán influenciadas en diverso grado y forma por
esta clase de problemas identitarios.

La insatisfacción e incomodidad identitarias no
son sólo consecuencia de actos reprobatorios externos,
aunque generalmente éstos constituyan la causa principal
de aquellos estados. Una vez más, también resultan
de las alternativas provocadas por el deseo, los miedos, la
represión, los sueños, la imaginación, la
idiosincracia y la información de los sujetos y de los
grupos sociales de pertenenecia.

La insatisfacción con uno mismo es causa y/o
efecto del rechazo de aquellos signos o atributos causantes de
ese estado; rechazo que se expresa mediante respuestas más
o menos visibles y más o menos concientes que son
percibidas e interpretadas por los demás con más o
menos exactitud.

Las reacciones posibles del sujeto insatisfecho pueden
ir desde la resignación o el
resentimiento
hasta la rebeldía y la
voluntad de cambiar esa insatisfacción por nuevas
sensaciones más soportables. Pero esta voluntad, cuando
existe, suele ser inicialmente imprecisa: los humanos tendemos a
visualizar primeramente aquello que no queremos que se repita,
aquello que no queremos experimentar nunca más. Es decir,
primero rechazamos lo que nos angustia u oprime y sólo
después buscamos definir positivamente el objeto de una
búsqueda de mayor satisfacción.

Dichas respuestas pueden ser, por un lado, las que
sólo consisten en el rechazo a la insatisfacción
identitaria, y por ende, a sus signos causales, pero
permaneciendo el sujeto en ella sin activar otros mecanismos
decisionales; y por otro lado, las que constituyen formas
diversas de salirse, de escaparse, de huir, y hasta de forjarse
una nueva identidad. Intentos que podrán realizarse con
resultados variados. En esta segunda clase se inscriben
también ciertas formas sólo aparentemente
liberadoras de la insatisfacción determinada por la
conciencia identitaria anterior.

Puede que la autoidentidad y las insatisfacciones
consiguientes provocadas por ella (según lo sienta el
sujeto) no sean superadas adecuada ni totalmente por una nueva
adopción o constitución identitaria. En principio
porque ello no se produce automáticamente por la mera toma
de conciencia de la situación de insatisfacción o
de mortificación atribuida a aquella percepción, ni
tampoco por el mero deseo y voluntad de cambio. Obviamente, dicha
superación habrá de ser fruto de trabajos
pertinentes y eficaces ordenados a ese fin.

De modo que a partir de una sensación de
insatisfacción podrá el sujeto despojarse de ella
en la medida en que su conciencia y su voluntad se traduzcan en
actos concretos. En principio, los cambios primeramente
reconocibles se presentarán en la capa externa de la
"cebolla" de su identidad. Por lo menos, así es como con
mayor frecuencia se produce habitualmente.

En consecuencia, a partir de la interpretación de
los nuevos signos que hubiera adoptado, el sujeto podrá
creer que ha cambiado y que ya no es lo que era. Pero bien puede
suceder que este convencimiento particular no sea refrendado por
los otros que lo frecuentan o que lo conocen directa o
indirectamente.

Hay muchas maneras concretas de intentar modificar o
despojarse de esa capa externa de la cebolla que es uno; una de
ellas consiste en ocultar lo que no nos gusta de nosotros mismos,
lo que nos avergüenza, lo que nos perjudica, lo que sabemos
que desagrada a los demás, lo que no nos complace, o no
nos conviene, o nos avergüenza, etc.

Cuando eso no es posible de alcanzar sin que se note, es
decir, sin exponer ante terceros las propias insatisfacciones
concretas, existe el recurso al disimulo, al maquillaje
o distracción del observador externo, o a la
adopción deliberada de nuevas capas en nuestra
cebolla.

En definitiva, el párrafo precedente alude a la
diferencia entre ser y parecer y a las
eventuales peripecias de coordinación de estas variables
en el comportamiento social del sujeto.

La particular complejidad de cada hombre concreto
-ésa que se expresa en las múltiples dimensiones de
su ser- se corresponde gráficamente con la existencia de
sus múltiples capas de cebolla dispuestas en profundidad,
por lo tanto, invisibles y ocultas a las miradas
externas.

En cambio, aquello que normalmente vemos en cada uno, o
sea su exterioridad, y que no necesariamente ha de
hallarse en línea con las características
personales de sus capas más profundas, expresa tanto
conciente como inconcientemente el parecer y la intención
inmediata puesta en juego.

Generalmente, la fachada, la exterioridad,
lo que aparece y parece
, es siempre una porción
exigua de la totalidad identitaria de alguien, por lo cual es
arbitrario que con ella se pretenda definir esa totalidad: a
menudo, lo que parece ser no es.

Siempre entran en juego las capas íntimas y la
capa exterior a través de la conciencia, razón por
la cual el sujeto a menudo es conciente de su
insatisfacción identitaria, no así de los
equívocos de su autoimagen, por ejemplo cuando se
autoengaña o como sucede en los casos de
psicopatías.

La insatisfacción con la propia identidad o con
la autoimagen suele movilizar comportamientos activos en busca de
su sustitución, sacando afuera -conciente o
inconcientemente- los problemas e inquietudes de las capas
más íntimas del ser en busca de la plena
realización. En estos casos, ya lo dijimos, existe un
deseo de cambio y, eventualmente, también una voluntad de
cambio alineadas al mismo fin.

No obstante, de no alcanzar los objetivos propuestos
puede sobrevenir una nueva incomodidad adicional del sujeto, una
mayor insatisfacción identitaria, en la medida en que el
deseo y la voluntad no puedan sobreponerse a los
obstáculos o impedimentos existentes, generadores de
incertidumbre y miedo; se produce así una tensión
entre el querer y el poder, en este caso, con el no
poder.

La tensión entre el ser y el parecer en la lucha
por la identidad se relaciona con las condiciones del contexto
social (lato sensu) en el cual los sujetos se desenvuelven y con
las modalidades concretas de resolución de
conflictos.

En el caso anterior hay una negación de la
autoimagen
, un rechazo de los signos externos, de sus
significados, de las modalidades de presentación de la
capa externa de la cebolla de su identidad y un deseo de
sustitución por otra que permita referenciarla con el
convencimiento de poseer una nueva identidad, o mejor dicho de
una distinta. A partir de allí nace el deseo y la voluntad
de cambio, consistentes en el más simple de los casos en
preferir y desear autopercibirse y ser percibido por los otros
con rasgos que oculten, disimulen o engañen su
autopercepción y la percepción ajena sobre su
identidad.

Puede suceder que nuevos roles y comportamientos
sociales, un status social más elevado, un mayor
pulimiento social, una mayor ilustración, mayor riqueza,
etc, u otros factores sean suficientes para provocar un cambio en
aquellos estados de insatisfacción identitaria del sujeto.
Es decir, puede que hayan sido visualizados y autoaceptados, y
hasta aprobados y legitimados socialmente. Y que de todo ello el
sujeto sienta que se ha negado a ser, a comportarse o a parecer
de la manera anterior.

En tal caso se trataría de recambios de la capa
externa de la identidad del sujeto. No obstante, una
"negación" de ese tipo no necesariamente hará
desaparecer la autoidentidad indeseada de la conciencia del
sujeto; incluso la adopción de una nueva apariencia en
determinadas circunstancias podrá confirmar la
supervivencia incómoda de la anterior, en tanto los nuevos
signos que ella presente (diferentes u opuestos a los que
componen la autoidentidad insatisfactoria) no hagan otra cosa que
delatar los rasgos o signos que intenta
ocultar.

Vale recordar que la identidad de toda persona
está en el conjunto de "capas" de su persona,
y no
única ni simplemente en la capa externa, ésa que
pueden ver quienes se acercan o interactúan
superficialmente con el sujeto.

Otra modalidad de la negación se presenta en
aquellas situaciones en que la incomodidad del sujeto no se
produce por no poder sacar afuera su subjetividad para que
coincidan lo más posible el ser y el parecer, sino
precisamente por motivos distintos y opuestos, como sucede cuando
quiere impedir que ese proceso se lleve a cabo o cuando pretende
que los otros no se enteren de cómo es su verdadera
personalidad, o por lo menos alguna parte muy importante de
ella.

Acá estamos ante lo que podemos llamar miedo
a cambiar,
en un caso, y a mostrar la identidad
oculta,
en el otro, cuando los sujetos no quieren cambiar ni
perder su identidad reconocida públicamente para que no
quede expuesta y transparentada su identidad profunda, por lo
general reservada a ámbitos de intimidad.

El ejemplo más cercano es el de las opciones
sexuales alternativas de hombres y mujeres cuando son mantenidas
en secreto, sin atreverse a "salir del closet", con el riesgo de
los costos a pagar en materia de equilibrio psíquico.
Análogamente, existen situaciones similares consistentes
en miedo al sinceramiento de la identidad más
íntima en materia religiosa, moral, política,
ideológica, etc, toda vez que las condiciones del contexto
sean hostiles o no adecuadas ni convenientes para ese
sinceramiento.

En estos casos, la negación identitaria
constituye un ocultamiento cuando no una represión: sus
cálculos y sus miedos se sobreponen a su deseo y su
voluntad. A partir de allí pueden generarse
comportamientos que intenten desviar la atención y la
percepción de las miradas externas sobre aquello que se
desea mantener oculto.

Del cambio
superficial al profundo

Ahora bien, ¿es posible elegir concientemente una
identidad concreta y trabajar en su adquisición?
¿Hasta dónde es realmente posible hacerlo?
¿No será una ficción esa posibilidad?
¿Pueden el deseo y la voluntad alcanzar siempre lo que se
proponen?

Es obvio que no. Ellos revelan aquello que el sujeto
desea como realidad, pero no pueden por si solos alcanzar su
propósito. Es decir, aún teniendo un objeto a
perseguir no pasan a la realidad sino cuando se tensan en acto
concreto, en la acción, y en ésta, la
obtención de los fines perseguidos dependerá de
muchas variables combinadas.

Cuando se define al hombre con líneas abstractas
se traspone el umbral de la realidad y se penetra en una suerte
de eco más o menos lejano de ésta; lo que sucede,
por ejemplo, toda vez que se piensa al hombre como un ser
esencialmente libre, libre para elegir y decidir. Es sabido que
en el siglo XX algunos filósofos introdujeron las ideas de
situación y de existencia para compensar esa perspectiva
demasiado optimista, por calificarla de alguna forma.

¿De qué vale entonces dicha capacidad,
como esencia emblemática de los hombres, si constantemente
dicho atributo colisiona con la necesidad y las circunstancias
concretas del medio? Si reconocemos que la esencia del hombre es
su condición de creador, ciertamente debe contar con la
libertad como un atributo pleno en el cual inscribir su voluntad
y su inteligencia. Pero en última instancia la
raíz, la fuente de todo acto creador es el ansia,
un apetito, un anhelo que busca un objeto en el cual
realizarse.

Por lo tanto, ¿en qué medida la identidad
individual depende de cada sujeto? ¿Hasta dónde
importan los condicionamientos y determinaciones de la libertad y
la necesidad?

Constantemente conspiran contra el ansia de identidad
los condicionamientos y obstáculos de todo tipo,
pequeños, medianos y grandes, a veces superables, a veces
no, por lo cual los cambios de la autoidentidad concientemente
perseguidos serán más o menos lentos o
rápidos, parciales o totales, pero siempre serán
fruto de un ansia, de un deseo de desear. Ello implica
que el sujeto posea conciencia de su situación, de su
identidad y su imagen, y que además posea el ardor que
movilice su voluntad en la dirección eficaz de los
trabajos pertinentes a los fines correspondientes.

Si no es así, una persona podrá cambiar
rasgos de su identidad pero no necesariamente ha de ser conciente
de ello.

Todos efectuamos constantemente elecciones aunque no
todas se plasmen en decisiones alineadas en el mismo sentido.
Más aun, la mayoría de ellas son meros anhelos,
apreciaciones o evaluaciones que no se traducen en acto porque la
voluntad no decide involucrarse. Ahora bien, ¿valen lo
mismo todas y cada una de nuestras elecciones y decisiones?
Muchas veces nos equivocamos, y otras tantas puede que -si nos
damos cuenta- intentemos rectificar esos errores. Pero
también ocurre a menudo que eso ya no sea
posible.

Por otra parte, constantemente elegimos,
decidimos y actuamos con lo que podemos y como podemos,
y no necesariamente con lo que deseamos. Esto nos pone
en situación de dejar de ser sujetos para ser meros
objetos de interacciones con el mundo. Además, podemos
traer a colación palabras como destino, pero
también azar, casualidad… palabras que son
sólo aire, que designan algo inasible… pero que
igualmente comprendemos.

CAPITULO II

Subjetividad y
homogeneidad

Todos cambiamos por partes, de a poco, constantemente,
no de golpe y totalmente. Cambiamos superficialmente y
también íntimamente. Todo ello independientemente
de que lo notemos o lo creamos, por lo cual tenemos cambios
inconcientes, pero otras veces somos concientes de ellos aunque
no los queremos asumir. También puede ocurrir que aquello
que consideramos cambio en nuestra identidad sólo sean
cambios aparentes.

Así, puede suceder que una parte de nuestra
identidad cambie, o al menos así aparente, en tanto que
otra parte más profunda e íntima no lo haga. Ello
implica que todo sujeto lleva en si rasgos correspondientes a
más de una identidad, o mejor dicho, a una identidad
múltiple. Siempre quedan restos de identidades
viejas
conviviendo con partes de nuevas
identidades
. Tanto simultáneamente como a lo largo
del tiempo.

Esto nos vincula con la pregunta acerca de si la
identidad es una sola. Ya hemos dicho que se constituye con un
haz de percepciones múltiples más un conjunto de
elementos situacionales y otro conjunto de elementos
generales.

Si por "única" creemos que el sujeto posee una
identidad que lo contiene en la totalidad de lo observable por
otros sujetos, es decir, como si fuera una coraza que lo recubre,
lo identifica y lo expone con una factura homogénea y de
una sola pieza, pues entonces decimos que no es
así.

El individuo tiene diversas identidades no sólo
en profundidad (como lo expresado con el ejemplo de las capas de
una cebolla, lo cual nos lleva a distinguir entre identidad
observable e identidad profunda), sino también en el plano
de la apariencia externa puesto que en general, y sobre todo en
esta etapa de la Globalización, los sujetos son portadores
de signos diversos que corresponden a sesgos identitarios que
conviven en su personalidad, que son visibles y registrables por
otros, y que en sus interacciones sociales actúan en
conjunto y relacionadamente aunque parezcan hacerlo
aisladamente.

Hasta ahora hemos hablado en un sentido optimista de la
mirada de los otros, de los reflejos de uno en los demás y
de las múltiples perspectivas sobre uno que tienen otros.
Pero estas miradas no son siempre ratificadoras de la autoimagen
del sujeto. Por el contrario, lo que abunda es la
contestación, la duda, el rechazo, la impugnación
de los otros respecto de uno. La vida humana, se sabe, es
conflicto, lo cual equivale a sostener que los sujetos
interactúan buscando acuerdos y consensos, pero no siempre
los logran ni buscan compatibilizar posiciones.

Nuestras interacciones nos permiten rechazar en otros
ciertos rasgos identitarios, o bien aceptarlos, pero
también ser rechazados o aceptados por otros que entran en
contacto con nuestra identidad, con nuestra imagen y nuestros
sentimientos. En ciertos casos, en cambio, nos permiten
posicionarnos eclécticamente, o con indiferencia
incluso.

Generalmente las identificaciones que solemos hacer de
los otros, y los otros de uno, se caracterizan por ser
básicamente antinómicas, polarizadas, es
decir, en la lógica simplista del blanco o negro, o del
bueno o malo, o lindo o feo. Especialmente así en la
infancia y en la juventud, mientras que a medida que maduramos y
acumulamos experiencia nuestras identificaciones dejan de
producirse con sesgos absolutistas.

Sin embargo, lo dicho no constituye una regla fatal ya
que existen sociedades que se mantienen relativamente
inalterables a lo largo de los años, por ejemplo en la
construcción de la autoimagen y en la construcción
del otro. Qué duda cabe que así sucede, entre
tantos ejemplos disponibles, allí donde existen
fundamentalismos religiosos y donde la noción de
enemigo es inveterada lo mismo que sus notas
particulares.

El mecanismo no es diferente al existente en sociedades
sin fundamentalismos religiosos, por ejemplo en sociedades
latinoamericanas en vías de desarrollo, pero con fuerte
incidencia del machismo en la problemática de
género.

En ambos tipos de sociedades intervienen
autoimágenes y autoidentidades impuestas socialmente en
forma vertical y autoritaria, con rigidez y conservadurismo muy
fuertes.

Con todo, en sociedades excesivamente cerradas y
rígidas la homogeneidad de los comportamientos sociales no
constituye aceptación o consenso automático de los
supuestos y normas establecidos, ya que suelen presentar tanta
conciencia de insatisfacción identitaria como en las
sociedades abiertas, con la diferencia de que en aquellas
sociedades dicha conciencia no suele trascender la esfera del
individuo o, a lo sumo, los de su familia cercana, ni volcarse en
forma de resistencia de alguna clase, precisamente por la fuerte
agresividad del medio a esos sentimientos.

La homogeneidad y conformidad autoidentitaria suele
estar constituida por aquellos que aparentan aceptar
positivamente el sistema social –sobre todo aquellos que se
benefician con él- y por aquellos otros que simulan
aceptarlo para no quedar expuestos y sujetos a múltiples
acciones hostiles por parte de quienes controlan el
poder.

Esa homogeneidad es, pues, engañosa, sobre todo
para el extranjero que llega a esos lugares, el cual suele creer
que la exteriorización masiva y uniforme de
comportamientos públicos disciplinados verticalmente se
compadecen con correlativos estados de conciencia de
aceptación y aval a esos sistemas. Como indica la
experiencia, no necesariamente es así, ya que suelen
coexistir identidades colectivas asumidas con relativa
conformidad junto a otras impostadas y falsas, sólo
externamente asumidas o, si se quiere, no asumidas
íntimamente.

Lo cierto es que los individuos, como los grupos
sociales, pueden contar con una identidad asumida, y con
más de una, inclusive. Esa asunción puede ser
problemática o no, pero tampoco inhibe el ansia de
adquirir nuevos rasgos identitarios.

NEGACIÓN Y AUTONEGACIÓN
DE LA IDENTIDAD

La negación de identidad abarca desde la no
aceptación
hasta el rechazo violento de la
identidad o la imagen de un individuo, un grupo social o de una
sociedad concretos.

Las causas posibles de dichas negaciones son variadas,
pero casi siempre están fundadas en sensaciones de peligro
y miedo de los miembros individuales y del grupo al cual
pertenecen el o los negadores. Frecuentemente los involucrados en
estos comportamientos no suelen ser concientes de su
carácter negador, ni de los miedos profundos que
experimentan respecto de esos otros negados.

Ciertamente, todo sujeto y todo grupo social, en tanto
que sujetos sociales y jurídicos, tienen derecho a la
identidad en las múltiples modalidades o especies en que
ella puede ser considerada o deseada siempre y cuando ello no
perjudique a otros; es decir, tienen derecho a la
búsqueda y asunción personal conciente de su
identidad
, pero también tienen derecho a
rechazarla
y a rechazar toda forma de identidad que
otros les atribuyan y que a ellos no les
satisfaga.

En este caso, se trata de impugnar las identidades o las
identificaciones concretas a ellos atribuidas en tanto que
integrantes de un colectivo particular, y ello por el
carácter que tiene toda identificación de ser
instrumentos de expresión del poder, aspecto que ahora
empezamos a considerar. De modo que negar los formatos, modelos,
percepciones y eventualmente estereotipos ajenos sobre uno y
sobre el sujeto colectivo al cual uno perteneces es un acto
equivalente -salvadas las distancias- al de esos indígenas
que no aceptan que se les saque una fotografía por
considerar que de ese modo les roban el alma.

El hecho de que una identidad atribuida por otros sea
resistida o negada individual, grupal o socialmente constituye en
principio un acto de independencia, de resistencia a ser
apresados por las percepciones ajenas, siempre
fragmentarias e insuficientes para representar
la riqueza de la identidad de cualquier ser humano.
Especialmente por el injusto carácter conservador
que generalmente tienen los parámetros
identitarios
, por un lado, y por la gravitación
intensa y constante que las ansias personales tienen
como factor movilizador de la insatisfacción y la
voluntad de cambio
, por otro lado.

En tal sentido, esa autonegación, o ese intento
de escapar a la identidad acreditada, autorreconocida o atribuida
a un sujeto individual o colectivo por terceros, no debe ser
coartada o restringida por factores externos a ellos, por ejemplo
por consideraciones políticas, ideológicas,
religiosas o sociales que se impongan al derecho, al deseo y a la
voluntad de los individuos y los grupos sociales.

Ello equivale a postular que debe existir
responsabilidad individual y colectiva respecto de las
consecuencias posibles de toda identificación. Es
fácil admitirlo cuando se piensa en los estereotipos
denigratorios
y otras formas de discriminación y uno
se pone del lado de las víctimas y de los principios
fundamentales de la vida civilizada. Sobre todo si las
víctimas se hallan lejos de uno y de nuestro mundo
particular. En estos casos, automáticamente todos
condenamos al victimario.

Pero lo que a menudo uno no tiene en cuenta es que cada
uno en su propio ámbito se convierte sin saberlo en un
victimario constante de otros. Incluso, aunque
simultáneamente se sienta víctima de otros a
quienes considera sus victimarios.

Ello se produce por la influencia y la actuación
de variables como el estado, la nacionalidad, la idea de patria,
la clase social, la etnia, la colectividad, el colectivo, la
religión y la iglesia de que se trate, el status, la
cultura, el género, etc.

Todas ellas constituyen una estructura social
consustancial a una concepción y una organización
del poder que se expresa históricamente a través de
la dialéctica dominación-subordinación, en
la cual hallan legitimidad y legalidad los protagonistas
individuales y colectivos que cumplen simultáneamente los
roles de víctimas y victimarios.

Las identificaciones y su producto, es decir, los
cuadros de identidad, no deberían ser legitimadas ni
legalizadas sin la conformidad de sus destinatarios, de modo de
no ser causa de discriminación para ellos. Pero como ello
es imposible de lograr sin perjuicio de la libertad de
pensamiento y de expresión, principios universales, es
decir, deseables en todos los tiempos y todos los lugares, hay
que admitir que siempre existen formas y grados de agravio
implícitas en la constitución de toda identidad.
Pensemos simplemente en las miradas recíprocas de
inmigrantes y nativos en la Europa actual.

Por lo tanto, nadie es inocente nunca. Desde el
momento en que existe un sistema sociopolítico cuyo
dispositivo de dominación más eficaz es el estado,
como factor máximo y totalizador de todos los factores
mencionados anteriormente, todos y cada uno de los sujetos que
son simultáneamente individuales y sociales se apropian de
la realidad mediante las percepciones, las palabras y las ideas,
el reconocimiento, las clasificaciones, las categorías,
los modelos, las formas y los soportes culturales del
pensamiento.

Toda sociedad engendra dinámicas sociales que
incluyen medios y fines positivos y negativos. Y no es que unas
sean puramente positivas y otras puramente negativas, sino que
ambas líneas cualitativas están presentes en todas
las dinámicas. En todo -en la totalidad- y en cada parte
de ésta, coexisten los opuestos como una
contradicción perpetua.

Así es el caso de la cohesión social y
política que para adentro de una comunidad o una sociedad
produce el sentido colectivo de pertenencia a ámbitos de
referencia identitaria como el estado, la nación, la
patria o la clase social, los cuales existen siempre en
referencia a otros Estados, otras naciones, otras patrias y otras
clases sociales, respecto de los cuales trazan fronteras
que determinan simultáneamente inclusiones y
exclusiones.

De modo que todos discriminamos, y no únicamente
los otros respecto de nosotros o el otro respecto de uno. Ahora
bien, la discriminación, practicada en todos los tiempos y
lugares, es un fruto fatal de la socialización y la
subjetivación humana. En todo caso, es una forma de ser
siendo en contacto con los otros. Lo grave no es la diferencia en
si misma sino la coerción de la libertad que puede
aparecer en cada situación de identificación, la
cual remite a una relación de poder, es decir, de
dominación-subordinación, dicho en sentido
amplio.

Esa negación de los otros, parcial o total,
podrá ser de hecho muy cruel, pudiendo llegar a su
supresión, aniquilamiento, exclusión,
marginación, explotación, etc., en carácter
de "enemigos", o podrá ser una supresión
simbólica y hasta tolerada.

Sin embargo, cuando el proceso de negación del
otro es asumido concientemente como tal por sus destinatarios, es
decir, cuando ambos términos de la relación
asimilan mutuamente su carácter de opuestos y
eventualmente de enemigos, aquel proceso se convierte en
reforzador de su identidad y su autoimagen, lo cual puede
propiciar la lucha o la resistencia contra el enemigo poderoso y
hostil, pero eso no significa que los sujetos victimizados tengan
que aceptarse necesariamente a si mismos por ser configurados
como enemigos en los términos de los otros.

De ahí que todos los sujetos tienen derecho a la
identidad y a resistir y luchar contra los intentos contrarios a
su identidad por parte de otros sujetos, pero también
tienen derecho a cambiar de identidad en todo o en parte, lo cual
implica intentar escapar de la fatalidad de ser enemigo para
otro, tanto en sentido real como metafórico.

Entre los procesos de socialización y
educación y los de la formación identitaria existen
unas relaciones simultáneas y mutuas de interdependencia;
dicho de otro modo, de complementariedad, puesto que los tres se
necesitan y refuerzan para el mejor desempeño de la
condición humana y social en el universo de la experiencia
humana, la cual contiene todo lo existente en la tensión
entre el yo y el mundo.

Los humanos conocen e identifican en situación de
experiencia e interacción concreta con otro sujeto real,
particular o colectivo, y también con objetos materiales o
ideales, entre éstos últimos las palabras y sus
significados.

La experiencia individual se nutre de actos directos,
internos y externos, físicos y psíquicos,
prácticos e intelectuales, junto con emociones y
sentimientos, y de actos indirectos conocidos y aprendidos en
tanto experiencia de otros, o experiencia ajena recibida,
conocida y aprendida, percibida e interpretada que puede provenir
del mismo o de distintos entornos espaciales y
temporales.

Por lo tanto la experiencia se pone en juego en la
relación entre el yo y las cosas, o el mundo, pero se
encarna en acto de conciencia en el individuo, en cada individuo.
Esto lleva a reconocer que la condición humana es fruto de
una tensión constante entre ellas, entre el sujeto y el o
los objetos, entre la conciencia y la materia, entre el contenido
y la forma, entre la esencia y la cantidad.

Pero la condición humana no es un dato fijo sino
cambiante por estar en el tiempo y en el espacio. Viene a cuento
la sentencia de Protágoras que dice que "el hombre es la
medida de todas las cosas". Lo es en tanto las cosas se remiten a
la percepción, y como ésta es subjetiva el ser de
las cosas está en la mirada del sujeto. Obviamente que en
este caso está puesto el enfoque en la diversidad de los
sujetos y en consecuencia se resalta la diversidad.

Pero también, en aquella frase de
Protágoras el término hombre podría
entenderse como categoría o clase, como hombre abstracto o
colectivo que es identificado a partir no de las diferencias o
diversidad de los individuos sino de las semejanzas, y en este
sentido las cosas se miden en los intereses humanos
colectivos.

Por lo tanto, asumir identidades por parte de un
individuo implica no sólo conocer nuestras diferencias con
los otros, sino aquello en que nos parecemos a otros y en
función de lo cual podemos integrar con ellos un nosotros:
el colectivo de quienes se parecen a mí y el colectivo a
quien yo me parezco. Somos los otros.

Partes: 1, 2, 3, 4
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